A partir de la situación creada por la remoción del titular del Banco Central dispuesta por la presidenta de la Nación, la discusión debe centrarse en la cuestión de fondo que son los límites de la autonomía del Banco Central y sus funciones, un tema que obvian las distintas controversias y pronunciamientos que se realizan actualmente.
El Fondo del Bicentenario, al cancelar deuda y permitir conseguir préstamos a tasas bajas para refinanciar los pagos de deuda, evita utilizar recursos fiscales para tal fin, que pueden destinarse a un mayor gasto social, la universalización del seguro para la niñez, o una mayor inversión en infraestructura. Aquellos que rechazan el Fondo del Bicentenario, en realidad están proponiendo utilizar los recursos fiscales para pagar deuda, juntamente con un achique del gasto público para que sea financiable. Esta postura afecta la posibilidad de seguir sosteniendo los planes indispensables de fomento a la economía.
Sostenemos que el gasto público debe incrementarse, debe gastarse eficientemente y para eso se requiere una reforma fiscal progresiva, que venimos reclamando hace años, basada en impuestos que recaigan sobre los que más tienen, con mayores tasas de impuesto a las ganancias para los tramos superiores, captando las grandes rentas financieras y las fabulosas utilidades de los recursos naturales, entre otras medidas.
La cuestión del Banco Central: se habla reiteradamente de institucionalidad, aunque esto merece un debate sobre cuál es la institucionalidad que se desea. No cabe duda de que defender la aplicación de las leyes de la Nación es esencial, pero ello no quita discutir la conveniencia de esas leyes y, especialmente, la matriz ideológica que las acuñó.
El caso de la Carta Orgánica del Banco Central es un buen ejemplo de una institucionalidad derivada de las recomendaciones del Consenso de Washington, hoy fuertemente discutido, que instauró la independencia del Banco Central de la República Argentina, contrariando gran parte de su historia y ejemplos de varios países que mantienen fuertes lazos comunicantes entre la autoridad monetaria y el Ejecutivo.
La actual Carta Orgánica se gestó en los noventa y consistió en un decálogo del pensamiento ortodoxo, dado que no sólo limitó sus objetivos, sino que lo desvinculó del resto de los organismos decisorios de política económica.
Ante un enfoque ideológico que cifró la inflación exclusivamente en la emisión de dinero, en vez de regular y establecer parámetros para el financiamiento del BCRA al Gobierno, una actividad que realizan todos los Bancos Centrales del mundo, se optó por prohibir ese financiamiento, al igual que restringir el papel de prestamista de última instancia. Estas dos obcecadas restricciones tuvieron que ser morigeradas por sus propios impulsores cuando arreció el vendaval del Tequila allá por 1995.
Se restringió su misión primaria y fundamental a preservar el valor de la moneda, como si esta función fuera independiente de los niveles de ocupación, del crecimiento del PIB, de la distribución de la riqueza o del poder oligopólico de los formadores de precios. Tan fuerte fue la impronta ideológica, que en los considerandos del proyecto del PEN bajo la orientación de Domingo Cavallo, se establecía que “la necesidad de estabilizar el signo monetario excede el marco de la equidad en la distribución de los recursos”. Así se intentó otorgar a la restricción monetaria un valor superior a la distribución del ingreso y al sufrimiento de los ciudadanos bajo la pobreza.
La gran idea que subyace a esta independencia o desconexión del BCRA con el resto de los entes gubernamentales, es vedar a los gobiernos elegidos por el voto popular el ejercicio de la política monetaria.
Ante estos conceptos, resulta interesante recordar que la anterior Carta Orgánica, que rigió cerca de veinte años, la Ley 20.539 de 1973, establecía su objeto en “regular el crédito y los medios de pago a fin de crear condiciones que permitan mantener un desarrollo económico ordenado y creciente, con sentido social, un alto grado de ocupación y el poder adquisitivo de la moneda”.
De un Banco Central preocupado por el desarrollo económico, se pasó a un Banco Central autista; ¿es ésa la institucionalidad que deseamos mantener hacia el futuro?
La vieja Carta Orgánica disponía entre los objetivos “ejecutar la política cambiaria trazada por el Ministerio de Economía con asesoramiento del Banco Central ...”, a la vez que establecía que “la actuación del banco se ajustará a las directivas que el gobierno nacional, por intermedio del Ministerio de Economía, dicte en materia de política económica, monetaria, cambiaria y financiera...”.
Hurgando en legislación comparada, aparece el caso de la Reserva Federal de Estados Unidos (FED), cuya misión es conducir la política monetaria de la Nación influenciando las condiciones monetarias y crediticias para perseguir el pleno empleo, la estabilidad de precios y tasas moderadas de interés de largo plazo; para la FED la política monetaria no es ajena al nivel de empleo.
Cabe observar que cuando la actual crisis financiera arreciaba, la FED no dudó en saltar normas institucionales para prestarles a aseguradoras, bancos de inversión y hasta a particulares.
Otro ejemplo es Brasil, que posee un Consejo Monetario Nacional que delinea la política monetaria, cuyas funciones se realizan “siguiendo directrices establecidas por el presidente de la República”. Dicho comité está presidido por el ministro de Hacienda e integrado por los presidentes del Banco Central y del Bndes, y siete miembros más. Vemos entonces una fuerte vinculación entre el Banco Central y el Poder Ejecutivo, lo que no le impidió a Brasil haber obtenido el “grado de inversión” de los mercados internacionales.
Hoy se habla repetidamente de la “independencia” del Banco Central, pero ¿es éste un valor esencial de la democracia? En realidad, pareciera que está reñido con la democracia, puesto que le quita al gobierno de turno la posibilidad del manejo de la política monetaria, una herramienta indispensable para definir el destino económico del país.
La política monetaria es una herramienta importante, pero tiene que estar en función de objetivos trascendentales y amplios; no se debe encargar sólo de defender el valor adquisitivo de la moneda, sino que este objetivo debe estar en consonancia con la posibilidad de generar un desarrollo sustentable, con una mejor distribución de los ingresos y la mejora de las condiciones sociales.