Era una manera de transitar la vida, la droga que ilusionó a una generación, el nombre común del propietario de los sueños.
A veces pienso que esa denominación de la rebeldía convertida en propuesta fue más cercana a la religión que a la política. Para muchos, se trató de una etapa de la juventud; para otros, del destino de una muerte certera, el último intento del romanticismo por detener la enfermedad terminal del egoísmo.
Militante era el que soñaba participar de la conciencia colectiva, la contracara del aventurero, el que intentaba superar la invasión del consumo individual.
Los militantes vivían enojados con el presente y enamorados del futuro que intentaban forjar, con una manera de pensar el mañana que, al hacerlo, parecía estar ya cerca de alcanzarse. Soñadores de un mundo más justo, entregados a forjarlo cada día, eran artesanos o poetas, muy educados o analfabetos, conformaban un espacio donde todo era posible.
Fue una generación decidida a todo, un fenómeno universal cuestionador de la injusticia y sus gestores. En su origen fue el amor a las ideas, el espacio donde lo nuevo resultaba invencible, pero la violencia lo hirió de muerte y fue entonces cuando el conspirador y el guerrero ocuparon el lugar del soñador, cuando murió el romanticismo.
El militante intentaba cambiar el mundo con su ejemplo, mientras su enemigo mortal, el operador, fue el que se impuso para imponer la picardía y la agachada imitando al enemigo.
La política se convirtió en sus palabras en la causa salvadora de los pueblos, las ideas soñaron una democracia que les diera carnadura. Sus libros y su grupo definían su pensamiento y su familia; la Universidad y el barrio obrero, el recorrido obligado de sus días.
Los había enamorados de Cuba o de la China de Mao, marxistas ortodoxos de respuesta certera y anarquistas impacientes, sembradores de dudas.
En nuestras tierras el peronismo elaboró su propio mito, que se expandió cual fuego sagrado sobre la sequía que dejó Onganía cuando persiguió marxistas en la Universidad.
Acosado entre el sacrificio y el anonimato, si le fallaba al esfuerzo se volvía burgués, si enarbolaba su nombre devenía aventurero.
Recordamos sus libros y sus películas - la librería era la única vidriera que detenía su apresurado caminar - sus lealtades y sus odios, sus críticas elaboradas al infinito para justificar la pureza de la línea elegida.
Hoy sentimos que nos equivocamos todos porque ganó el enemigo, porque no pudimos impedir que se vendiera nuestro patrimonio y se sembrara tanta miseria.
Hoy no hay militantes ni en el gobierno ni en la oposición, por eso la sociedad no se puede enamorar de la política, no tenemos quién nos dé testimonio, alguien capaz de pensar más en los otros que en sí mismo.
En el militante, la desmesura de su fe volvía secundario su discurso; hoy las palabras se amontonan sobre una dudosa convicción y un uso de los otros que lastima.
Su recuerdo demuestra que la historia obedece también al rumbo de la justicia, fue un día donde un pueblo forjaba un imposible. Pero el recuerdo no alcanza para devolverle un destino a las dudas de hoy. Si la memoria tiene un sentido, es el de ratificar el compromiso de volver a enamorarnos de la política.
Eso es un militante, un enamorado y un forjador del rumbo colectivo.