Lo que no se puede decir, no se debe decir." Es el irónico título de un breve artículo sobre la censura de prensa escrito por Mariano José de Larra, quizá el mayor escritor/periodista, o periodista/escritor (¿cuál es la diferencia?) que ha dado la lengua española. Hoy se cumple el bicentenario del nacimiento de Larra, quien siempre dijo y escribió más de lo que se podía y debía, y cuyos textos siguen siendo un ejemplo de coraje y claridad para los jóvenes que aún creen en la dignidad del periodismo y en el arte de escribir.
Nació en Madrid, cuyos tipos y costumbres llegaría a retratar con precisión de cirujano, el 24 de marzo de 1809. La ciudad estaba ocupada por las tropas napoleónicas. Su padre, afrancesado y liberal como lo sería inevitablemente él mismo, ejerció la profesión de médico en la sanidad militar de José Bonaparte. Cuando se produjo la restauración borbónica en 1813, toda la familia debió emigrar a Francia, para volver en 1818, gracias a la amnistía decretada por Fernando VII, y a que el jefe de la familia había sido médico de cabecera del infante Francisco de Paula, hermano del rey.
Larra empezó así siendo hombre de dos lenguas, pero es probable que precisamente la invasión del francés -idioma y ejército- en su niñez haya contribuido, después, a estimular y afilar su uso del español. Su maduración como escritor se produce sobre el fondo de la Década Ominosa, a partir de 1823, cuando el monarca, después de algún conato liberalizador, reimplanta un cerril absolutismo. Allí nace la voz más poderosa que clamará contra la decadencia de España, contra la tristeza de las instituciones marchitas y la pérdida de destino nacional.
Aunque también poeta, novelista y autor teatral -hay que mencionar su novela histórica El doncel de don Enrique el doliente y su drama romántico Macías -, Larra fue sobre todo, como queda dicho, el autor de más de doscientos artículos de "costumbres", si es que esta designación es suficiente para incluir a la crítica social y política, a los comentarios sobre libros y obras de teatro, a la sátira despiadada de la vida ciudadana, y a cualquier tema del día o de la historia que disparara lo que hoy llamamos periodismo de opinión. Escribió en hojas creadas por él mismo y en periódicos prestigiosos, con diversos seudónimos que se hicieron populares, desde "el Pobrecito Hablador" hasta el definitivo de "Fígaro", con el que reinventó al ilustre barbero de la libertad creado por Beaumarchais y confirmado por Mozart y por Rossini.
Aunque Larra pertenece, sin discusión, al romanticismo naciente, su modo de ser romántico no tiene nada de sentimental, sino que se plasma mediante un extremo, desesperanzado racionalismo. Lo muestran algunos de sus artículos más logrados: por ejemplo, El castellano viejo , en el que asistimos a una grotesca comida convocada por un dueño de casa tosco y patriotero, cerrado a cal y canto a todo lo que se parezca al progreso, o Vuelva usted mañana , en el que es inútil luchar contra los demonios de la pereza y la burocracia, y lo que debería tramitarse en un día se ve sometido a semanas y meses de estúpidas postergaciones, o uno de sus textos más oscuros y pesimistas, El día de d ifuntos de 1836 (Fígaro en el cementerio), en que su ciudad, Madrid, es el verdadero cementerio, "donde cada casa es el nicho de una familia; cada calle, el sepulcro de un acontecimiento; cada corazón, la urna cineraria de una esperanza o de un deseo", y donde en el edificio de los ministerios públicos se lee: "Aquí yace media España; murió de la otra mitad". Y otra vez, volviendo al principio, la lucha burlona contra la censura y la grosería del poder: "Una cosa aborrezco, pero de ganas, a saber: esos hombres naturalmente turbulentos que se alimentan de oposición, a quienes ningún gobierno les gusta, ni aun el que tenemos en el día; hombres que no dan tiempo al tiempo, para quienes no hay ministro bueno? Examino mi papel; no he escrito nada, no he hecho artículo, es verdad. Pero, en cambio, he cumplido con la ley. Este será eternamente mi sistema; buen ciudadano, respetaré el látigo que me gobierna, y concluiré siempre diciendo: «Lo que no se puede decir, no se debe decir»".
La vida de Larra sí que estuvo gobernada por el fulgor y por el signo trágico del romanticismo. A los 20 años, se casó con Pepita Witoret, contra la voluntad de sus padres; el matrimonio llegó a tener tres hijos, pero pronto se desintegró y hubo separación de cuerpos; al mismo tiempo, Larra había encontrado al amor de su vida, Dolores Armijo, a la que durante varios años persiguió, con resultados ambiguos. El 13 de febrero de 1837, lunes de Carnaval, Dolores, acompañada por una amiga, fue a visitar a Larra a su casa de Madrid para anunciarle la ruptura definitiva. Una vez que las mujeres hubieron salido, Larra buscó una pistola y se suicidó de un tiro. No había llegado a cumplir 28 años.
El 31 de agosto de 1841, desde las páginas de El Mercurio , un joven exiliado argentino en Chile se refería así al desaparecido escritor español: "? es uno de estos espadachines de tinta y papel que, acometiendo de recio contra las costumbres rutinarias, contra un orgullo nacional mezquino y mal alimentado, contra hábitos de pereza y abandono, supo abrirse paso por entre la mezquindad y el odio de sus contemporáneos?". Y así como Larra se obsesionó con la decadencia española, Domingo Faustino Sarmiento redobla la apuesta y denuncia a su propio país: "Nosotros somos una segunda, tercera o cuarta edición de la España, no a la manera de los libros que corrigen y aumentan en las reimpresiones, sino como los malos grabados, cuyas últimas estampas salen cargadas de tinta y apenas inteligibles".
Releer a Larra hoy implica plantearse algunas cuestiones tal vez superfluas: la relación entre la literatura y el periodismo; las obligaciones civiles del periodista de opinión; la ética de la escritura para quien se dirige a un público vasto, diverso y momentáneo, ligada con el problema de la comprensibilidad y el estilo falsamente "natural". Pero esa válida relectura también podría generar dos preguntas más concretas. ¿Qué significa, en la Argentina de hoy, la libertad de prensa? (Eludimos deliberadamente la palabra "expresión", más amplia, y optamos por la más modesta "prensa", que incluye, necesariamente, la tríada escribir, publicar y leer.) ¿Qué estimularía a Larra a escribir, si viviera en la Buenos Aires de hoy?
Hay una sola respuesta que reúne a las dos preguntas. Larra se ocuparía de escribir acerca de la libertad de prensa. Mencionaría, probablemente, el hecho de que en nuestra Argentina no hay organismos de censura ni estatutos sobre qué se puede y qué no se puede publicar, y que nadie más que la Justicia puede decidir, a posteriori, si un escrito es injurioso o daña la reputación de quien ha sido mencionado en él. Enumeraría, asimismo, las amenazas (menores) a esa libertad, entre las que figuran los ataques gubernativos a diferentes medios y la distribución, políticamente selectiva, de la publicidad oficial. Sin embargo, observaría que la libertad de prensa que hoy tenemos impera sólo desde hace 25 años, no desde hace 200, y debe ser custodiada como un bien precioso. No puede olvidarse que la última dictadura militar contó con expresas oficinas de censura y elaboró "listas negras", que prohibían la actuación de artistas y la tarea de intelectuales. También hubo mártires de la libertad de prensa: periodistas perseguidos, asesinados o desaparecidos.
En este punto, Larra haría su aporte, pero diría que no es bueno tener una memoria tuerta, característica de una sociedad maniquea y acomodaticia. Menciónense, como simple ejemplo, los casos de dos periodistas que ya no están: uno de ellos, glorificado con justicia; el otro, injustamente silenciado. El primero, Rodolfo Walsh, escritor notable, militante montonero, implacable fiscal de la dictadura, es hoy reconocido hasta en las Academias, y sus textos son estudiados en las escuelas. El segundo, Manfred Schönfeld, a pesar de haber sido uno de los poquísimos que publicó, en un medio masivo, valientes denuncias sobre desapariciones y torturas, yace en el olvido absoluto. Es cierto que uno fue asesinado y el otro sólo sufrió una agresión física menor; es cierto que uno era de izquierda peronista, y el otro, de derecha liberal (y hasta partidario de Martínez de Hoz). Larra, seguramente más cercano a Walsh, habría dicho (y escrito) que también Schönfeld, a pesar de otros desacuerdos que nos suscite, merece recibir un homenaje. Sería, igualmente, un ejercicio de libertad.
Finalmente el bautizado espadachín por Sarmiento, practicando como siempre el periodismo de opinión, no habría podido menos que referirse al matrimonio presidencial que actualmente comparte el poder, y que en forma constante sostiene combates verbalmente dramatizados con órganos de prensa que (ellos creen) no les son favorables. Es una batalla a pura pérdida, porque presupone que la prensa sólo debe informar (mejor si es elogiando los actos del gobierno), y que sus lectores son una manada de imbéciles manipulables, cuyo pensamiento se moldea en los titulares de primera plana y (en el peor de los casos) en las columnas políticas. La prensa, en su mejor tradición de libertad, opina, educa y transforma la realidad, pero sólo en una creativa interacción con sus lectores, que a su vez la construyen con sus deseos y la multiplicidad de sus voces. Los abusos y las concentraciones monopólicas se reducen dando calladamente oportunidades legales y económicas de prosperar a nuevos medios independientes, no mediante la vociferación y la histeria que reclaman redes de aliados incondicionales.
En el bicentenario de Larra, vale la pena que sus jóvenes y viejos herederos sigan diciendo, con obstinación, curiosidad y falta de prejuicios, lo que se puede y debe decir, y lo que cualquier gobernante paternalista o autoritario no quiere escuchar.