En 1845, el puerto de Buenos Aires fue bloqueado por una flota anglo-francesa que intentaba obtener la libre navegación del río Paraná. El 20 de noviembre de 1845, siendo el general Juan Manuel de Rosas responsable de las relaciones exteriores del territorio nacional, tuvo lugar el enfrentamiento con fuerzas anglo-francesas conocido como la Vuelta de Obligado, en la localidad de San Pedro. El encargado de la defensa del territorio nacional fue el general Lucio N. Mansilla, quien tendió de costa a costa barcos sujetos por cadenas. La escuadra invasora contaba con fuerzas muy superiores a las locales. A pesar de la heroica resistencia de Mansilla y sus fuerzas, la flota extranjera rompió las cadenas colocadas de costa a costa y se adentró en el Río Paraná. Hemos seleccionado un texto de José María Rosa sobre este episodio.
El gran talento político de Rosas se revela en esta segunda guerra contra el imperialismo europeo: su labor de estadista y diplomático fue llamada genial por sus enemigos extranjeros… (…) Aunque resistir una agresión de la escuadra anglo-francesa formada por acorazados de vapor, cañones Peissar, obuses Paixhans, etc., parecía una locura, Rosas lo hizo. No pretendía con su fuerza diminuta –cañoncitos de bronce, fusiles anticuados, buques de madera- imponerse a la fuerza grande, sino presentar una resistencia para que “no se la llevasen de arriba los gringos”. Artilló la Vuelta de Obligado, y allí les dio a los anglo-franceses una bella lección de coraje criollo el 20 de noviembre de 1845. No ganó, ni pretendió ganar, ni le era posible. Simplemente enseñó –como diría San Martín- que “los argentinos no somos empanadas que sólo se comen con abrir la boca”, al comentar, precisamente, la acción de Obligado.
Cuando los interventores comprendieron que la intervención era un fracaso; que fuera de las ocho cuadras fortificadas –y subvencionadas- de su base militar en Montevideo, no podían tener nada más; cuando los vientos sembrados por los diplomáticos de Rosas en París y Londres maduraron en tempestades; cuando el mundo entero supo que los países pequeños y subsedarrollados pueden ser invencibles si una voluntad firme e inteligente los guía, ingleses y franceses se apresuraron a pedir la paz.
En 1847, vinieron Howden y Waleski para envolver a ese “gaucho” en una urdimbre diplomática. Se fueron corridos, porque Rosas resultó mejor diplomático que ellos. En 1848 llegaron Gore y Gross; ocurrió lo mismo. Más tarde, en 1849 Southern por Inglaterra y en 1850 Lepredour por Francia, aceptaron las condiciones de Rosas para terminar el conflicto. Hasta la cláusula tremenda de humillar los cañones de Trafalgar y Navarino ante la bandera azul y blanca –que de esta manera se presentó al mundo asombrado-, reconocieron haber perdido la guerra.
“Debemos aceptar la paz que quiere Rosas, porque seguir la guerra nos resulta un mal negocio”, dijo Palmerston en el Parlamento pidiendo la aprobación del tratado Southern. Y el Reino Unido no se estremeció por ello. Algo distinto pasaría en la patriotera Francia, pero finalmente Napoleón III debió resignarse a la derrota.
Así Rosas dio al mundo la lección de cómo los pequeños pueden vencer a los grandes, siempre que consigan eliminar los elementos internos extranjerizantes y atinen a manejar con habilidad y coraje sus posibilidades.